lunes, 20 de septiembre de 2010

Un tiempo después me contó otra historia. Se trataba de un hombre que amaba sin esperanza. Se había encerrado por entero dentro de sí e imaginaba irse consumiendo en la llama de su amor. El mundo desapareció para él. No veía el cielo azul ni el bosque verde; no oía el murmullo del arroyo ni los sones del arpa; todo en derredor suyo se había desvanecido, dejándole abandonado y miserable. Su amor creció, sin embargo, de tal suerte, que prefirió consumirse y morir en su hoguera antes que renunciar a la posesión de aquella mujer. Y entonces sintió que su amor devoraba todo lo que en él había distinto, se hacía poderoso e imponía a la amada lejana su imperiosa atracción, haciéndola acudir a su lado. Pero cuando abrió los brazos para recibirla en ellos, la advirtió transformada, y vió, y sintió, sobrecogido, que había atraído a sí todo el mundo perdido. Estaba allí, ante él, y se le daba por entero; cielo, bosque y arroyo volvían a él con nuevos colores, llenos de vida y de luz, le pertenecían y hablaban su lenguaje. Y, en lugar de ganar tan solo una mujer, tenía el Mundo entero en su corazón y cada una de las estrellas del cielo resplandecía en él e irradiaba placer por toda su alma... Había amado, y amando se había encontrado a sí mismo. Pero la mayoría de los hombres aman para perderse en su amor.

Demian. Hermann Hesse